A Monteguay
La Llamada
En esta historia somos tres los personajes principales aunque por
el camino vayan apareciendo otros. Las estrellas serán ustedes y dos
pediatras. De estos últimos, uno trabaja en el interior del país y el
otro soy yo, que amén de escribir las líneas, me pongo de actor y
director. Vayamos a la primera escena. ¡Claqueta!
Estamos en un pueblo del interior. Es invierno y afuera el rocío
baña los pastos. Marta está en su casa, porque por suerte en algunas
zonas del interior del país, aún el pediatra es considerado un
especialista. Entonces se lo convoca sólo cuando es necesario atender un
niño con una enfermedad que supera los conocimientos generales del
médico emergencista que le toca estar de guardia. Marta esta lavando los
platos de sus críos que ya hace rato duermen. Suena su celular y Marta
lo toma con las manos enjuagadas. Al ver el contestador adivina que la
llamada viene del hospital. Siente una mala espina.
- Marta, venite que tengo un lactante que está
horrible- le dice Alberto, el médico generalista de guardia, y luego la
llamada se corta.
Marta se asusta y emprende
la huida. Los platos pueden esperar. Le da un beso en la frente al
marido que estaba viendo el informativo, toma el gamulán del perchero,
el maletín con los petates: la túnica, los hermanos copio (estetos y
otos) y el recetario. Luego se hunde en la noche. Vive a 15 cuadras del
hospital, un trecho de menos de 5 minutos en moto. Dentro del casco
Marta va pensando cuál podía ser la urgencia. Sea cual fuere, Alberto no
era ningún bobo y si la llamaba era porque la situación lo apremiaba de
veras.
Sus sospechas se confirman al entrar por la puerta
principal con la cara congelada por la brisa. Mientras se saca la
bufanda logra verlo a Alberto que esta al pie de la cama. El primer
vistazo le bastó para erizarse al ver la gravedad de la situación. Y un
cuarto personaje aparece en nuestra historia. Juan no tiene más de tres
meses y está concentrado nada más que en respirar. Sudoroso, pálido y
con los labios morados está entregado a una máscara de oxígeno que
Alberto le sostiene sobre la cara. Alberto la mira como rogándole que le
diga qué hacer. De repente Juan se olvida de respirar, porque ya no
puede más, y Marta tomándolo en brazos le pega una buena sacudida que
obliga a Juan a volver a respirar. Juan abre sus ojos como pidiéndole a
Marta ayuda. Y Marta ya no tiene miedo porque está en plena tarea.
Ordena a Alberto que le traiga el carrito de reanimación, pide un tubo,
las drogas pertinentes y se arma de valor sabiendo lo que tiene que
hacer con Juan.
Juan está entregado, débil. Ya no puede respirar.
Marta toma valor e impulso y con las manos temblando intenta intubarlo.
Cuando se mete a la garganta de Juan, Marta no puede ver nada. Todo es
una marea roja de mocos espesos, burbujas de aire y gárgaras. La luz del
laringoscopio para colmo no ayuda mucho, pero es el único que hay, así
que a no quejarse piensa Marta. Vencida al primer intento y apurada por
Alberto que le avisa que el gurí está negro, Marta suspende la maniobra
y vuelve a inflarle los pulmones con la máscara y el ambú. Juan pierde
el color marmóreo de su piel de a poco y se recolorea de algo de vida.
Metida en sus pensamientos Marta dice cosas algo incoherentes,
repitiendo en voz alta una especie de oración-recordatorio de las cosas
que piensa. De eso se dará cuenta más tarde...
-Qué horrible que está por favor...¿cuánto hace que
está asi?.... Pruebo una vez más y luego intentás vos Alberto....tengo
las manos agarrotadas- dice.
-Sí dale que en esta podés- le
contesta Alberto, que aunque tiene experiencia en intubar adultos, ruega
a todos sus santos que ojalá Marta pueda.
La segunda inmersión en las fauces de Juan es
caótica. La luz empeora cada vez y los malditos mocos tapan el
horizonte...la glotis que no aparece...pero Marta siente que está
garganteando por algún lugar....hilitos de sangre comienzan a salir por
los costados de la linterna rara por el traumatismo y Alberto que le
avisa a Marta que Juan otra vez está gris, y su corazón empezó a latir
más lento, al contrario que el de Marta que sigue subiendo en
pulsaciones... A punto de abandonar el intento y con la sensación que no
puede más, aparecen las dos cuerdas vocales y con un grito Marta pide
el tubo y lo mete atornillando la glotis de Juan...
Cuando levanta la mirada Marta ve a Juan gris,
inmóvil y comienza con toda sus fuerzas a darle insuflaciones al ambú,
esta vez conectado al tubo. Ve la cara no muy convencida de Alberto que
ausculta a Juan y no sabe confirmarle si pudo intubarlo o no.... Cuando
está por sacar el tubo ve que sus paredes se empañan, que el color de
Juan de a poco se torna rosado y que los latidos suben... Pinzando con
dos dedos el tubo contra el paladar de Juan, una enfermera le fija el
tubo a los labios... Exhausta, medio contorsionada y mareada, Marta se
da cuenta que está muy fatigada y se sienta. Pero también piensa que el
trabajo recién comienza. Entonces le pide a Alberto que se quede con
Juan, mientras ella habla con la madre y le informa de la situación de
gravedad... Ahora Marta llama a la centralita del hospital y Clara, la
telefonista, deja el mate dulce a un costado y siente la voz de Marta
que por el tubo dice:
- Clara, tenemos un niño grave que precisa ceteí. Pasame urgente con la coordinadora del ceteí pediátrico. Por favor.
Es entonces cuando yo entro en escena, a 300 km de aquel pago, en Montevideo.
--
- ¿Hola?- pregunto al teléfono con legañas y la boca seca por la calefacción central del sanatorio.
-
¿Sí doctor, cómo anda? escucho que prosigue la voz del teléfono en tono
de súplica... -Le habla la coordinadora...tengo un chiquito en un
hospital del interior haciendo apneas y que está intubado...¿Tendrá cama
para recibirlo?
-Medio carraspeando y maldiciendo la hora de la
llamada quedo haciendo un raconto mental de las camas del ceteí
disponibles que tenemos en la unidad y pensando qué contestar... Nos
queda un único ventilador y en la mutualista nunca se sabe lo que puede
pasar... Hay orden estricta que una cama siempre debe quedar preparada
para los socios. Mi compañera de guardia, también levantada por la
llamada, me pregunta qué es lo que pasa. Le cuento la situación y
dándose la vuelta en la cama, siento que me responde con la frase más
lógica: -No podemos aceptarlo, decile que no tenemos camas.
Resoplando, enfrento al tubo y contesto algo de lo que luego me arrepentiré.
La Cama
Paula está inquieta y sola del otro lado de la puerta del caos. Se
sienta, intenta hacer silencio para escuchar del otro lado, pero luego
se para y camina hacia un lado y hacia el otro. No se da cuenta que está
temblando de frío y de miedo. No sabe qué hacer y presiente que un
pedazo de su vida se está yendo. Tiene mareos y por momentos náuseas.
Siente sus pechos turgentes de leche y le duelen. Paula empieza a llorar
y quiere ver, pero no puede. Aunque no hacen más de 20 minutos que
llegó al hospital, siente que esos minutos fueron horas de agonía al
borde del precipicio de no saber qué sucede con Juan, su quinto hijo.
Ella recuerda que en la mañana Juan estaba "con un
resfrío" según le había dicho su pediatra en la policlínica del barrio.
También la señora le había dicho que le aspirara los mocos antes de
darle pecho, le bajara la fiebre si llegaba a hacer y que lo tuviera
arropado en la noche, porque el invierno estaba bravo. Ella contestó que
sí -obvio- sabiendo que mentía porque en su rancho de chapas y
costaneros hacía más frío dentro que fuera. A media tarde Paula vio que
el horno no estaba para bollos. La respiración de Juan no estaba bien.
Entonces Paula empezó a buscar alguien que pudiera quedarse con los
otros gurises mientras ella llevaba a Juan al médico. Pero la cosa se
había demorado porque estaba sola y su esposo había salido al monte,
metido hacía días despellejando eucaliptus en lo del patrón, y no
llegaría hasta dentro de dos días. Como pudo fue depositando cada uno de
los gurises en los ranchos vecinos suplicando la gauchada. Mientras lo
hacía, Juan iba aúpa de su madre intentando respirar.
Luego de la epopeya del delivery de niños, Paula y
Juan llegaron al hospital, hicieron la hojita de consulta en el
mostrador de recepción y luego se sentaron a esperar que los llamaran.
Habían dos veteranos -una viejita con chismosa y un borracho- sentados
en la sala. Al abrirse la puerta un hombretón de lentes y cara seria
llamó a la señora y mientras la hizo pasar a la sala de consulta, se
detuvo en el regazo de Paula. Ella vio como el médico con estetoscopio
al hombro se acercó a ella a paso ligero y levantaba el rebozo viejo
donde se ocultaba Juan. La cara de susto del médico de guardia hizo que
Paula también lo hiciera y fue entonces que el doctor tomó al niño en
sus brazos para meterlo dentro. Así fue como Paula y Juan se separaron.
---
Paula comienza a
golpear la puerta blanca que la separa del barullo del otro lado.
Escucha que hay problemas dentro. Voces de mando, caen cosas al suelo,
un aparato que suena con un bip-bip. Escucha muchas cosas, menos el
llanto inconfundible de Juan. Entonces un frío le recorre la espalda y
se incorpora de golpe y se apuesta tras la puerta. Sus nudillos retumban
en la habitación y la enfermera sale a atender el nervioso repique.
-Señora ya le dijimos que no puede pasar, estamos en un procedimiento- le dijo.
-¿Pero qué está pasando? ¿Qué le están haciendo a mi hijo? ¿Lo están judeando?- gritó Paula irrumpiendo en llanto.
-Señora por favor espere, los doctores ya hablan con usted- contesta en seco la señora de cofia.
La
puerta se vuelve a cerrar con un retumbe que le duele a Paula en los
huesos. Vuelve a sentarse y sus piernas se ponen inquietas. Pasan cinco,
diez o veinte minutos y dentro ya no se siente nada. Silencio. Paula no
respira. Al rato, oye unos pasos que se acercan y la puerta se vuelve a
abrir. Aparece otra señora, también con cara tensa y frente sudorosa.
La señora se presenta como la pediatra de guardia. Le dice su apellido y
que se llama Marta. La señora toma de los hombros a Paula y la lleva a
una de las banquetas de la sala de espera. Y el mundo de Paula se viene
abajo. La señora Marta le cuenta que Juan está muy delicado, que hubo
tuvo que ponerle una tubo en los pulmones para respirar y que el niño se
puede morir. Paula siente que la cara se le arruga y ya no puede
tragar. La señora le dice que hay que llevar a Juan a Montevideo, a un
ceteí para que lo cuiden mejor y ver cómo sigue esto. Paula no entiende
nada, siente mareos. Escucha que su boca contesta que está bien, que
gracias doctora, y luego colapsa. La señora la abraza.
--
Marta no puede creer lo que le está contestando la señora coordinadora del ceteí.
-¿Cómo que no hay cama de ceteí? ¿Y yo que hago con este niño?- increpa Marta.
- Bueno doctora, estoy haciendo la recorrida y no hay camas
disponibles por el momento- dice la señora y le jura que va a seguir
intentando pero que no puede hacer maravillas...
Marta
revienta el teléfono y Clara -la telefonista del hospital- la mira
consternada. No da crédito a su suerte. Hacía un rato estaba tranquila
en casa, proyectando una buena noche familiar, y ahora estaba metida en
aquel embudo con un niño grave que apenas pudo intubar y sin lugar donde
mandarlo. Marta volvió a la sala donde están Juan, Alberto y la
enfermera seria y dedicada que todos llamaban Tati. Juan tose con el
tubo puesto y llora al hacerlo. Marta lo mira asustada. ¿Y adónde te
llevo a vos? se preguntó. Marta le cuenta a Alberto lo que le dijo la
coordinadora. Alberto no lo puede creer.
- ¿Y ahora qué vamos a hacer?
- La
coordinadora me dijo que va a seguir intentando con los ceteís de
Montevideo, porque los del interior están llenos y no pueden recibir a
nadie- dice Marta.
- ¿Llenos? ¿No habían abierto dos nuevos ceteís hace un par de meses que supuestamente iban a cubrir todas las necesidades?
- No sé Alberto, no me compliques más...- refunfuña Marta admitiendo hacia sus adentros que Alberto había dado en el clavo.
- Mirá Marta, yo en tu lugar llamo al Director del Hospital y que
él se arregle con la capital...-. Y otra vez Alberto le indica el
camino.
Marta se embarca en una carrera de
adrenalina telefónica. Llama al director, llama de nuevo a la
coordinadora, llama a un par de colegas montevideanos que trabajan en
los ceteís pediatricos. Pero pasan los minutos y nadie -de los que le
contestaron- le da una respuesta que le sirva. Que el invierno está
bravo, que estamos en epidemia, que era horrible la situación pero que
había que esperar.... Y Juan sigue sin cama. Y Juan que desatura cuando
tose y Marta que ya no sabe que hacer. Llegado un punto ciego, Marta
toma una decisión drástica y se la informa a Clara.
- Clara, preparame el equipo de traslado. Nos vamos a Montevideo.
- ¿A qué hospital doctora?
- Aún no lo sé, pero prepará todo urgente- contesta Marta dejando a Clara meditabunda.
- Pero doctora me tiene que decir adonde va el traslado- insiste Clara.
-
¡A Montevideo, no me preguntes más Clarita! - dice Marta, tras lo cual
Clarita se calla, da vuelta asustada a buscar en la agenda telefónica la
gente del traslado.
Marta regresa a donde Juan y le comunica su decisión
a Alberto. Este le responde que su decisión es un disparate. ¿Salir a
la carretera con el niño sin tener destino seguro? ¿Y si pasa algo?
- Te van a echar Marta- le dice Alberto.
- Eso ya lo sé Alberto, pero es la única manera que se me ocurrió que se podía presionar- dice Marta.
- Es una locura...
- Más locura es que este niño se quede acá y se nos muera- contesta Marta.
Luego sale un segundo al rocío del patio del
hospital y disca a su casa con sus celular. Su esposo atiende y se
entera que Marta se va a Montevideo en un traslado. Marta escucha a
medias las quejas de su marido mirando el cielo y luego de una seca
despedida, cuelga. Al regresar a la emergencia pasa por la puerta de
entrada para buscar a Paula a contarle las novedades. Paula se incorpora
al verla acercarse. Marta le cuenta que se van a un ceteí de la capital
y omite decirle que todavía no sabe a cual... piensa que decirle la
imprudencia de salir sin rumbo fijo no le caería nada bien a la señora.
Volviendo al cuarto de emergencia se topa con Don
Amaro, el chofer de la ambulancia. Amaro, siempre erguido y serio, lleva
puesta como uniforme una camisa desgastada blanco-amarillenta adornada
con una cruz verde en el bolsillo izquierdo del pecho. Es tan grande y
panzón que cuando se ríe se tira para atrás y una parte de su enorme
barriga se asomaba por debajo de la camisa. Marta lo saluda deteniéndose
en el mostacho negro del mastodonte. Detrás de Amaro, tapada por éste,
esta Rosita, la enfermera de traslados, una tan vieja que siempre
contaba que de niña vio como se construía el hospital del pueblo...
Petisa, ronca y atropellada, preguntó a Marta qué quería que cargara en
la ambulancia.
Marta, tras persignarse en sus adentros, comienza a dar indicaciones. Y así comenzó el traslado.
Que tiene la noche
Vista desde el cielo, el vehículo de titilantes luces parece
serena. Va surcando la senda de pavimento negro por los campos oscuros y
comiendo kilómetros en su avance. En su interior, la historia es todo
menos tranquila.
En la parte de atrás, separada por la cabina
del conductor van Marta, Rosita y Juan, este último metido en una
incubadora que le quedaba chica. Cuando fueron a preparar el traslado se
dieron cuenta que la ambulancia tenía la calefacción rota y optaron por
una incubadora que se utilizaba para trasladar recién nacidos. Los
cinco kilos de Juan fueron arrollados en aquella pecera. El apretuje es
preferible a la hipotermia había decidido Marta.
La vida de Juan pende de una cadena humana. Un
tubito de plástico le lleva oxígeno a los pulmones. El tubo está
amarrado a una bolsa también de plástico azul llamada ambú, y ésta es
sostenida por la mano de Marta, que alimenta la vida de Juan con el
abrir y cerrar de sus manos. Los brazos de Marta entran y salen por las
puertitas de la incubadora, turnándose tras los calambres de minutos y
horas de ejercicio. Rosita había conectado un suero al pie derecho de
Juan, para darle los sedantes y los medicamentos necesarios durante el
viaje. Para lograr obtener aquella línea venosa, Rosita tuvo que apelar a
la pericia alcanzada por la experiencia de años de traslados. Nomás al
salir del pueblo, un pozo había hecho que la tubuladura del suero se
estirara y reventara su punto de inserción en la piel, por lo que Juan
había quedado sin vía y por ende, sin sedación ni suero. Rosita le pidió
a Don Amaro que estacionara la ambulancia al costado para ponerle de
nuevo la vía. Pinchó en un brazo y en el otro sin lograrlo. Las venas se
reventaban o se perdían. Sus manos tantearon con la tenue luz de la
ambulancia una vena debajo del manto de grasa del dorso de pie de Juan
-la última que le quedaba por pinchar- y por suerte, vino sangre. En un
periquete Rosita le puso la llave de tres vías, el suero y todo el
resto. Marta, hasta entonces sin respirar porque sabía del peligro de
trasladar a un paciente grave sin acceso venoso, con la maniobra de
Rosita suspiró y miró de nuevo al techo de la ambulancia queriendo
atravesarla y agradecer al cielo... Aquello había sido sólo el
comienzo.
--
En la cabina del
conductor van Don Amaro y Paula, la madre. La ventana corrediza y
esmerilada que los separa de donde la incubadora está cerrada. Apenas se
escucha lo que sucede del otro lado. Además Amaro había prendido la
radio en AM, un poco para tapar los ruidos del fondo y otro poco para no
dormirse. Amaro está cansado porque este es el tercer traslado del día a
la capital con sus idas y vueltas. Habían sido dos viajes múltiples
porque en uno de ellos -el primero de la mañana- había tenido que regar
de pacientes los diferentes hospitales. Dejó a una veterana para
operarse de prótesis de cadera coordinada en el hospital de
traumatologia, un niño que se iba a hacer ver por un oculista por el ojo
torcido (luego de una espera infructuosa de meses para que vaya un
especialista al pueblo), y el último fue de vuelta, o sea traer un
paciente desde la capital que le habían puesto un stent en la coronaria
derecha.
Entonces Amaro anda pestañeando, y no puede
prenderse un pucho como suele hacer cuando está sólo en la ambulancia o
con Rosita, su eterna compinche de traslados. Amaro va mirando de
refilón a la señora de al lado. A pesar de años viendo y viviendo las
más duras situaciones en aquella ambulancia, siempre le chocan las
madres que lloran sus hijos. Es algo que no puede soportar, quizás
porque nunca supo qué hacer en esas situaciones. ¿Qué decirle a la
señora? ¿Hay que decirle algo? ¿Cómo ayudarla? La señora luce acabada.
Se le notan las ojeras y lleva los ojos rojos. Desabrigada, con apenas
un buzo y un jean ajado se acurruca contra la ventana. Amaro se pregunta
si el tema de la lluvia no sería un buen tema de conversación, cuando
es Paula la que habla y rompe la monotonía del silencio.
- ¿Cómo es Montevideo?
Aquella pregunta toma a Amaro desprevenido, pero de alguna forma agradece que el gesto de la primera charla fuera de ella.
- Grande.
Tras una pausa y al ver la mirada desconcertada de la mujer, Amaro prosigue.
- Y mugrienta.
A pesar de su alergia por
la ciudad, Amaro se dio cuenta que había sido demasiado hosco con la
mujer, incluso para un hombre como él. ¿No la estaría asustando a
aquella pasiana? ¿Cómo se sentiría él en esa situación?
-Pero algunas cosas son lindas, el estadio Centenario por ejemplo- remató.
La
mujer puso cara de póquer y torció el gesto de nuevo hacia la ventana. Y
Amaro guiñó sus ojos y movió hacia un lado y al otro la cabeza
sintiéndose el más bruto de los hombres. ¿El estadio Centenario? ¿Cómo
va a sacar ese tema? Un ringtone con música de Sonido Caracol sonó al
fondo y Amaro miró al retrovisor como un reflejo.
---
Que tiene la noche que los hombres se enloqueceeeen
Con los labios rojos esperando a que lo beseeeen
Que tienen los hombres después de la mañanitaaaa
Un amor que sueña desojando margaritaaaaas
Con los labios rojos esperando a que lo beseeeen
Que tienen los hombres después de la mañanitaaaa
Un amor que sueña desojando margaritaaaaas
---
-Perdone Dotora,
espéreme que lo atiendo...debe ser mi hermana que quedó en casa
preocupada- dijo Rosita llevando las manos al bolsillo derecho de la
túnica para atender su celular.
-Petrona ahora después te llamo, toy en un traslado
te dije... ¿Cómo que donde?...la bolsa de agua caliente está colgada en
el baño secándose abombada...- dice Rosita sonriendo de reojo a Marta. -
Te llamo cuando llegue a Montevideo Petrona, chau besito... ah acordate
de tapar la jaula del loro cuando termines de ver la tele... un beso- y
corta.
Marta sigue apretando con sus dedos el pulmoncito
artificial de Juan. Juan duerme o parece estarlo. Satura bien, el color
es bueno. Cuando está por preguntarle a Rosita cuánto estima que faltará
para llegar, es su celular el que suena. Marta hace nudos con sus manos
y toma el teléfono con su diestra enguantada.
-Doctora, le habla la coordinadora, era para decirle
que me están por contestar del ceteí del hospital de Montevideo para
aceptar a su paciente. Si quiere puede ir coordinando el traslado...
-Bueno impecable... supongo que en un rato estaremos por ahí...
-Bueno muchas gracias...
-¿Cómo sigue el niño doctora?
Marta
siente que le meten un dedo en la llaga. A pesar de que no conoce a la
señora, se imagina que debe estar sentada detrás de un escritorio lo más
tranquila y tomándose un cafecito mientras ella está metida en aquella
lata con ruedas sin autorización jugándose el pellejo. Siente que no
puede tolerar esa pregunta y explota.
- ¡Está horrible como va a estar! Te aviso que
estamos en la ruta rumbo a Montevideo y donde no me consigas un lugar te
lo llevo al escritorio donde estás- cortó y continuó dirigiéndose a
Rosita con los ojos saltones.
- Y vos Rosita... ¡poné en silencio tu celular por favor!
-
¡A la mierda la dotorcita!- responde Rosita sonriente en un comienzo
pero que al ver la cara de pocos amigos de Marta se pone a revisar el
suero del niño luego de apagar el celular.
--
Amaro piensa que escuchó
una puteada en el fondo, así que toca la ventanilla separadora, y
cuando se asoma Rosita pregunta si anda todo bien.
-¡Sí
claro! Anda todo bien. Pero estaría muy bueno que prendieras la sirena y
que le metas pata grandote- ordena Rosita y cierra la puerta.
- Agárrese mija y abroche el cinto - avisa Amaro a Paula.
--
Al
hacer una nueva vista aérea se ve la ambulancia que avanza más rápido
que antes. Pasan los campos y las luces de la vera del camino se hacen
más y más frecuentes. Los carteles verdes anuncian que falta menos para
Montevideo. Una hora más tarde se encuentran con que la noche escarchosa
de la ciudad despobló de tránsito las calles y entonces el traslado
toca la última parada: llegan al hospital. Un rato antes la coordinadora
había llamado a Marta dirigiéndola al hospital. Una cama libre había
aparecido y Marta respiraba ahora más tranquila, una de sus noches más
terribles llegaba a su fin. Groso error, es allí que ocurre el
desastre...
Marta siente el salto por los aires. El lomo de
burro de la entrada al hospital es arrollado por Amaro y entonces Juan,
que venía saturando 99%, bien coloreado y tranquilo, siente el escalón y
la incubadora salta hacia un lado y a otro. Marta no puede creer. Y
Juan que empieza a tomar un color negruzco que la asusta.
- ¡Se extubó!- alerta Marta y lo ausculta desesperada constatando que ya no le entra aire a sus pulmones.
-
Bueno dotorcita entonces metámosle y apuremos hasta el ceteí- dice
Rosita y le pega a la vitrina de la ambulancia de Don Amaro para que
avance hacia la entrada del edificio.
Amaro cumple la orden, frena el armatoste y se baja
de golpe. Corre atrás y abre la doble puerta y se encuentra con la
mirada desesperada de Marta y de Rosita. Toma el tanque de oxígeno.
Mientras eso sucede Marta opta por la mejor -y única- solución que se le
ocurrió. Le quita el tubo a Juan (ese que tanto le había costado
insertar) y toma la máscara que se adapta a la cara de Juan. Decide que
era mejor llevarlo los últimos metros de esa forma y no intentar la
epopeya de reintubarlo otra vez. Entonces los tres salen disparando y
empiezan a recorrer a grito pelado el hospital. Se topan con los
porteros que abren paso al ver a aquellos dementes de ojos saltones con
la incubadora a los trompicones. Toman una curva y otra, Amaro que va
con el pantalón bajo por el apuro y que se empieza a quedar sin aire,
Rosita que es la que lleva su garganta como sirena y le grita a todo el
mundo que se le topa adelante para que abran paso. Marta que frena a
Rosita y le dice que más despacio... Y entonces ven el cartel que dice
que el ceteí pediátrico está en el tercer piso y ve que un camillero les
abre sus puertas. Dentro del ascensor caben la incubadora y ellas dos.
No hay lugar ni para Amaro ni para su barriga. Marta ordena a Amaro que
se quede afuera y le avise a Paula-la madre que dejaron olvidada en la
ambulancia- el camino. Amaro acata. Y el ascensor que trepa al segundo
piso.
Al salir, se topan con la puerta de letras rojas que
ambas tocan desenfrenadas- ¡Llegó el ingreso! grita tranquila la
primera enfermera que asoma su cabeza y no puede creer la escena. Luego
dice que llamen a la doctora.
-¿Donde pongo al niño? ¡Está horrible!- exige Marta
con el corazón en la boca. En efecto, Juan estaba horrible, peor que
cuando Marta lo conoció en el hospital.
De
golpe aparecen dos doctores con caras de dormidos. Un hombre grandote y
una veterana con cara de pocos amigos que le pregunta al público qué
estaba pasando con tanto alboroto. Le es suficiente con una ojeada para
adivinar que el niño que estaba esperando está grave. Siente que una
señora de blanco y llorosa le habla.
-¡Se nos extubó a la entrada del hospital! ¡Venía lo más bien! - dice Marta suplicante.
-
Sí claro, siempre iguales ustedes, siempre se les extuba al llegar y
siempre venía bárbaro... contesta la señora con un gesto displicente.
Luego ordena que le alcancen el laringoscopio y un tubo. Entonces con
gran pericia logra en 20 segundos lo que a Marta una vida. Lo intuba sin
dificultades y Juan que retoma un buen color. Y Marta que respira. La
señora ordena a su otro colega, el grandote que prepare el respirador y
que lo conecte. Pide unos exámenes y una placa. Marta entonces empieza a
contarle lo que había sucedido. Entonces la colega la para en seco, le
dice si quiere que le firme algo y que no importaba, que se fueran
nomás. La intensivista de guardia no recaló ni un segundo en la cara de
Marta. Entonces esta le extiende la hoja de traslado, se hace el
garabato y así termina el traslado.
Al salir por la puerta de entrada que habían
atropellado hacía un rato, Rosita y Marta se topan con Paula. Marta la
abraza y le dice que tenga mucha suerte. Paula queda parada a la entrada
del ceteí y una enfermera le dice que espere un rato afuera que ya
hablan con ella. Marta logra ver cómo aquella mujer se sienta en las
bancas del costado. Sola.
Al rato estan subidas a la ambulancia con Amaro, que esta barriendo el desorden de la parte de atrás.
- ¿Volvemos al pago Dotora? pregunta Amaro.
- Volvemos- dice Marta.
---
Vista de atrás, la
ambulancia, ahora de luces apagadas deja la ciudad y se hunde tras el
pavimento en los campos. El amanecer no está lejos. Marta, sentada
delante -donde venía Juana hacía un rato-, no puede con su frustración.
¿Cómo iba a fracasar casi a la llegada de la meta? ¿Y si le pasaba eso
antes, Juan se hubiera muerto? se preguntaba. Entonces es Rosita que le
cincha de la túnica y la obliga a darse vuelta.
-¡Arriba el ánimo Dotorcita! ¡El niño llegó vivito y
coleando! Bueno, llegó un poco menos rosadito de lo que lo traíamos,
¡pero vivito al fin!- y dice que eso amerita que pararan en la próxima
estación para comprar unos bizcochos.
- Y yo le diría viejo abombao que usted se prenda un puchito - dice
a Don Amaro. Porque si no lo hace se nos va a dormir y eso sí que sería
una macana!- prosigue.
Con la venia de Marta,
a la cual ya no le importa nada, el grandote se pone a hurgar buscando
los puchos en su camisa desgastada. Rosita prende su celular y ve tres
llamadas perdidas. Eran de Petrona. Y la ambulancia sigue su camino.
Detrás quedan Juan y Paula, solos y separados.
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